Se apagó para siempre la sonrisa luminosa del Gato. El golf argentino llora la pérdida de Eduardo Romero, uno de los jugadores más emblemáticos de nuestra historia y un símbolo del deporte de Córdoba, allí donde surgió como caddie. A sus 67 años, una enfermedad terminal le puso fin a la vida del intendente de Villa Allende, que en los últimos días de enero había pedido una licencia como funcionario público. “Hace algunas semanas comencé un largo tratamiento con altibajos, que hoy me obliga a darles una noticia que nunca imaginé y para la que nunca me preparé”, había comunicado entonces.
Querible, entrañable y ganador. Alcanzó lo máximo a nivel local al obtener el Abierto de la República (1989), brilló en el Tour Europeo (8 títulos en 383 torneos, con una ganancia total de 7 millones y medio de euros) y su carrera tuvo un relanzamiento después de los 50 años, cuando se llevó dos Majors del Champions Tour de los Estados Unidos, el circuito de veteranos. Le quedó la espina de un triunfo en el PGA Tour, una gira en la que, a diferencia de su coterráneo y amigo Angel Cabrera, no pudo hacer pie, pero su carrera estuvo matizada por grandes momentos dentro de la elite del Viejo Continente.
Fue un deportista genéticamente preparado para el golf. Lo ayudó haber nacido en una familia de golfistas, en el corazón del barrio El Cóndor de Villa Allende, donde el golf es más importante que el fútbol. Fue su padre, don Alejo Romero, quien le inculcó de chiquito la constancia y el sacrificio para obtener logros. Bajo su tutela transcurrió incontables horas practicando; usaba cualquier cosa que pareciera un palo de golf para pegarle a las piedras, a los palitos que caían de las ramas, a los corchos… “Si el corcho sale bien, la pelotita va a salir bien también”, aconsejaba.
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Desde muy chico trabajó como caddie en el Córdoba Golf Club y nunca nadie le modificó ese swing tan natural, una marca registrada que lo llevó bien lejos en las giras internacionales. De su madre, Doña Delia “Lola” Nieva, aprendió la humildad, el respeto, la constancia. De ella y de su padre heredó no ser rencoroso. “Comprendí la caballerosidad, el don de gente, el respeto por el otro, el valor de la palabra, de la honestidad. Para mí, el golf es también una filosofía de vida”, reflejó en su libro autobiográfico “El Gato”, de editorial RaízDeDos.
A los 12 años le cargaba los palos a José Calixto Yáñez. Cuando este aficionado no jugaba, le prestaba la bolsa; así, la práctica en el campo como caddie era su momento más feliz y lo disfrutaba al máximo, probando golpes y tirando pelotas hasta que caía el sol; así moldeó su naturaleza de jugador. “Iba lustrando esos palos de Yáñez durante los tres kilómetros entre el club y mi casa en El Cóndor. Y cuando llegaba a mi hogar, seguía pasándoles la franela. Comía y mantenía la bolsa a la vista, como si en una mínima distracción se me pudiera escapar”, contaba el Gato, que entonces tiraba hasta que se les enrojecieran las manos, tanto que a la noche las sumergía en hielo para que se deshincharan.
Mientras su contracción al golf se mantenía intacta, a los 15 años su padre lo llevó a trabajar a la carpintería del Coco Mazza. Inquieto por su futuro laboral, quería que aprendiera otro oficio. Cierto día, Alejo Romero le preguntó al dueño del negocio: “¿Cómo anda el chico?”. “¿Quién, el Eduardo?”, respondió Mazza, que remató: “¡Qué sé yo, si se raja todos los días a jugar al golf!”.
Su padre buscó la manera de que no se dedicara a este deporte, pero entendió que lo llevaba en el alma. En el fondo, se desvivía por tener un hijo golfista. En cierto momento lo desafió: “Si querés jugar, vas a jugar, pero en serio. Hasta que te sangren las manos”. Así fue como lo puso a tirar y cargar pelotas. Se ubicaba en el algarrobo que hay en la cancha del club, entre el hoyo 1 y el 18. En ‘El árbol de Romero’, como le dicen los lugareños. Desde allí, tiraba doscientas pelotas, salía a recogerlas y vuelta a pegarle a otras doscientas. “Abandoné la calle, dejé de andar hondeando, matando pájaros para divertirme, y a partir de ahí me dediqué a este deporte, que fue también aprender la vida”.
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El joven Eduardo nunca había pensado vivir del golf. No había planificado “ser alguien” en el deporte. Simplemente se entrenaba y jugaba; se levantaba todos los días pensando en mejorar. “Jamás se me cruzó por la cabeza que el golf iba a darme de comer, me iba a vestir, a permitirme conocer el mundo, codearme con gente diversa, firmar autógrafos… nunca”. Ya de novio con Adriana Rosa García, en 1977 recibió una oferta para convertirse en profesor para dar clases en el Salta Polo Club. Fue el trampolín de su carrera, porque se entrenaba todos los días y pulió la técnica que había adquirido como caddie durante tantas jornadas en Córdoba.
Recién en 1980 racionalizó la idea de poder vivir de este deporte. Y en 1982 se convirtió en profesional, aunque aquel salto no significó inmediatamente su salvación, sino que estuvo signado por varias limitaciones. Hasta recibió miradas desconfiadas: Roberto De Vicenzo llegó a decir que aquel joven de 23 o 24 años “no tenía uñas de guitarrero”, una frase que le dolió profundamente. Con el tiempo, el Maestro le pidió perdón.
Sus vivencias en el tour argentino dejaron patentes algunos padecimientos. Recordaba una mañana en el hotel Central Argentino de Buenos Aires, donde desayunó un café con leche con medialunas y no volvió a comer en todo el día. En otra ocasión, luego de no pasar el corte un viernes, se volvió a Córdoba en el primer colectivo que encontró. “Con el Enano Acosta no teníamos un peso partido por la mitad. Cuando el micro hizo la parada larga en Rosario, nos quedamos viendo cómo los pasajeros pedían un plato de pollo o milanesa con papas fritas, mientras que nosotros teníamos que conformarnos con un plato de ñoquis para los dos”. Su padre pedía plata prestada para que siguiera jugando. Pero al final, la imperiosa necesidad económica y el orgullo deportivo lo fueron encaminando hacia la elite.
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El primer torneo que ganó fue el Gran Premio de La Cumbre, en marzo de 1983. De a poco, se fue haciendo un nombre en el ámbito local. El apodo felino le cayó en 1984, una ocurrencia de Alejandro Quevedo, un profesional del circuito: ante un periodista, el jugador declaró que Romero le salta encima a cualquiera desde las terceras vueltas de los torneos y que “la cara se le transforma en un gato”. Paradójico, porque antes lo apodaban “Perro pila”, un mote que surgió cuando hizo el servicio militar en 1975, en el Regimiento 12 de La Calera. Era por sus características físicas: flaco al extremo y con la cabeza rapada, apenas pesaba 54 kilos con una estatura de 1m87.
Siempre sufrió problemas con el putter, un palo que lo condenó muchas veces a finalizar segundo. Su trayectoria pudo haber tenido mucho más éxito de haber contado con más precisión sobre el green. Aun así, se mostraba invariablemente como un jugador sereno, nada calentón. Era paciente, no se arrebataba ni necesitaba concentrarse demasiado para ejecutar los golpes en cada torneo. Y jugaba distendido: no tenía problemas en saludar a un conocido que estaba detrás de las sogas y luego seguir su recorrido por el fairway, rápidamente enfocado. ¿Lo mejor? El approach, desde donde hacía magia para intentar dejarse putts accesibles.
Gracias a una carrera en continuo ascenso, se produjo su despegue internacional. Al Viejo Continente llegó “con lo puesto”, en el verano europeo de 1985. En su primera incursión en Francia, arribó en tren a un pueblo rural llamado Saint Germain-les-Arpajon, confundiendo la sede del torneo. “Acá no hay una cancha ni en pedo”, se dijo en voz alta, tal como relata en su libro. Sin hablar una palabra de francés y preso de la desesperación, echó una mirada a su alrededor y vio un cartel de un restaurant peruano. Preguntó al dueño, que lo guió a una oficina municipal. Finalmente, gracias a las averiguaciones de una operadora, cayó en la cuenta de que el Abierto de Francia de aquel año se jugaba En Saint Germain-en-Laye, hacia el noroeste de París. La confusión le costó unos cuantos francos y dos horas de viaje en tren, pero llegó a tiempo. Es más: sorprendió al terminar tercero, detrás de Severiano Ballesteros y Sandy Lyle. Esa ubicación le permitió recibir invitaciones para jugar más certámenes en Europa.
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