Con la certeza de un ADN positivo, Mirta y Gladis Moschen fueron las únicas familiares de un combatiente en Malvinas de la provincia de Santa Fe que viajaron a las islas la semana pasada. Por primera vez, pudieron dejar una flor en la tumba de su hermano. El relato de un viaje conmovedor y la lucha de tantos años de incertidumbre
“Nunca pensé que nos iban a traer hasta acá; cuando llegamos recién me convencí”, confesó el soldado santafesino Alberto Moschen en la única carta que escribió a su hermana Mirta, el 30 de abril de 1982, algunos días después de haber pisado las Islas Malvinas. Nunca volvió. Murió en combate, acribillado a tiros, en el amanecer del 28 de mayo. Tenía 18 años.
Pasaron casi 36 años; y recién hace unos días su tumba recibió la primera visita de familiares. Sus hermanas, Mirta y Gladis, dejaron junto a su cruz dos flores amarillas, de tela, y un rosario fluorescente para que brille por las noches; lo único que permitieron llevar a los seres queridos de los 90 soldados enterrados en Malvinas que, tras ser identificados el año pasado, viajaron a las islas el lunes último para rendirles homenaje.
Fue un viaje relámpago, de poco más de 24 horas. Mirta todavía protesta porque no la dejaron pasar la tarde entera en el cementerio de Darwin. Pero se siente en paz; logró “cerrar un círculo”, dice ella. Por primera vez pudo leer el nombre de su hermano en la lápida de su tumba, y no esa leyenda gélida, desalmada, a la que tuvo que enfrentarse en los tres viajes anteriores: “Soldado argentino, sólo conocido por Dios”.
“La primera vez que fuimos, en el año 1991, no teníamos tumba; recorríamos todo el cementerio pero no sabíamos dónde estaba él; entonces le dije a mi hermana que eligiésemos una, cualquiera, y la que elegimos está muy cerca de dónde en realidad estaba. Todavía me pregunto por qué, pero yo sentía que Alberto estaba de ese lado”, recuerda.
En otro de sus viajes, al llegar, recorrió todo el lugar. “Caminaba de un lado a otro y pensaba: ‘Mi hermano estuvo aquí, pisó todo esto’; quería traerme algo de esa tierra, todos los familiares nos desesperábamos por encontrar algo… me traje una piedra”, como si eso alcanzara para sentirlo cerca.
Ésta vez, además de las flores y el rosario, dejó una piedra, otra, una chiquita y chata que le dio su hijo, el único sobrino que Alberto conoció. “Escarbé hondo, junto a la cruz, y ahí se la dejé, bien abajo”. Lo más cerca que pudo del féretro que, ahora sí, cobija los restos de su hermano, el penúltimo de seis.
“Los primeros tiempos lloraba tanto, no podía parar. Pero esta vez le pedí a él que no me haga llorar, y pude…”. Frente a la tumba, le habló: “Le dije ‘mirá dónde estabas y nosotros te buscábamos allá, que suerte, hijito, que ya estás acá, sabemos dónde estás’”. Hijito, le dijo. Mirta es nueve años mayor que Alberto: “Era como un hijo para mi”, explica.